sábado, 28 de febrero de 2015

Madrid es feúcha

A semejante conclusión, dejándola caer con cierto desdén, llegó la semana pasada uno de los amigos que, aprovechando mi hospitalidad y asumiendo el riesgo de que se la devuelva tarde o temprano, vinieron a visitar la villa en la que nací y en la que llevo viviendo la mayor parte de mi cada vez más menguante juventud. Al principio me vi tentado a sacar ese orgullo patriotero del que, en el fondo, carezco, pero por un momento me paré a pensar. Y resulta que mucha razón no le falta.

Ojo, que no dijo "fea", sino "feúcha", y el matiz es importante. No somos la típica urbe industrial carente de todo encanto. Hay cosillas que ver, no cabe duda. Tenemos una Plaza Mayor bastante maja, con su calle homónima por la que da gusto pasear (a primeras horas de la mañana o bien entrada la noche, únicos momentos en los que la densidad de viandantes permite avanzar metros con algo de tranquilidad). Tenemos una Puerta del Vodafone Sol en la que admirar el reloj y el luminoso de Tío Pepe mientras se esquivan carteristas. Tenemos un templo egipcio auténtico en plena calle, porque somos así de chulos. Tenemos un Palacio Real sin reyes, que han preferido alejarse del bullicio y mudarse a la periferia, aprovechando que el traslado no les sale muy caro. Tenemos una Gran Vía, antaño versión ibérica de Broadway, hoy versión al aire libre de cualquier centro comercial. Tenemos, qué duda cabe, un patrimonio de museos que es la envidia del mundo entero, y que se conocen mucho mejor los forasteros que los indígenas.

La Navidad la adornamos con esa cosa; imagina el resto
Y ya está. Para de contar. Alguna avenida arbolada, alguna iglesia pintoresca, algún parque mejor o peor cuidado. Nada que no haya, en mayor o menor cuantía, en cualquier otra ciudad mediana de toda Europa. Carecemos de una catedral que sobrecoja hasta al más herético de los ateos, no hay ningún gran monumento reconocible en todo el mundo (lo más parecido es la puerta de Alcalá, que a pesar de la canción de Víctor Belén y Ana Manuel, estarás conmigo en que no es gran cosa). El panorama no es muy halagüeño si se tiene en cuenta que uno de los puntos más visitados es el estadio del tercer clasificado en la última Liga de fútbol.

Aunque no lo queramos reconocer abiertamente, en el fondo somos conscientes de que no tenemos gran cosa que ofrecer al turista, más allá del hecho de ser "la capital". Por eso solemos vendernos apelando al "carácter de sus gentes", a la "simpatía", al "todo el mundo es bienvenido, nadie es extranjero". Estaría bueno. Pruébalo con tus amigos, o contigo mismo si eres de aquí, a ver a cuántos conoces que, entre sus cuatro abuelos, no tengan algún inmigrante de algún pueblo más o menos lejano. Yo me muevo en círculos variados, o eso intento, y los que he encontrado se cuentan con los dedos de una mano. De ahí que el madrileño puro, eso que llaman "gato", casi no exista, y por tanto tampoco tengamos tradiciones, ni cantos y danzas típicas (en serio, ¿quién baila el chotis?), ni siquiera comidas autóctonas (cocido se hace en toda España). Lo máximo que podemos aportar es la juerga nocturna, que de eso sí hay para aburrir. Quizás para defendernos de estas carencias se ha desarrollado lo que llamamos "chulería madrileña", que no es más que el orgullo barato del que no tiene nada mejor de que presumir.

Si a todo esto le sumamos los problemas habituales de las grandes aglomeraciones, con sus atascos, sus carencias de limpieza en demasiadas ocasiones, sus inevitables niveles de pobreza y marginalidad y todos los etcéteras que los expertos en sociología quieran añadir, llegamos a la conclusión de que este lugar, para un rato, está bien, pero no es especialmente agradable para vivir. Ninguno de mis huéspedes han quedado tan encantados como para sentir pena por volver a sus lugares de origen, como sí ha pasado cuando me han venido a ver a otros lugares en los que he residido de forma temporal. Apelando al hecho de que Madrid carece de historia propia, sino que es el producto de todos los que han llegado de cualquier rincón de la Península para buscarse la vida en el centro, se puede identificar a la Osa y el Madroño como una metáfora del fracaso colectivo de un pueblo como el español, incapaz de ponerse de acuerdo en nada que no sea salir de fiesta, para construir un proyecto común no ya que funcione (esto sale adelante, más o menos), sino que además luzca bonito.

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