Es época de regalos y juguetes, dicen. O sea, de vender. La tradición dicta que esta es la época en que es correcto y socialmente aceptable regalar cosas. Se admite también el día del cumpleaños, pero si se te ocurre aparecer con algo envuelto en ese espantoso papel multicolor en cualquier otra jornada, pongamos un 20 de mayo, te mirarán raro. Se quedarán el regalo, no te quepa duda, porque tontos no son, pero les parecerá extraño. La paz y el amor tienen sus fechas establecidas, y no se te ocurra salir de ahí, maldito antisocial.
El auténtico sentido de la Navidad |
También es época de exaltación del horterismo. Árboles dentro de las casas con bolas brillantes y largas tiras de plástico colgando, lucecitas multicolor parpadeando al ritmo de melodías salidas del peor regüeldo de Luis Cobos, calcetines en chimeneas, petardos, un montón de parafernalia que en otro momento ni se nos pasa por la cabeza utilizar, porque entendemos, con buen criterio, que no hay ninguna necesidad. Cuánto daño han hecho las películas yanquis, y cuánto daño ha hecho Cortylandia. Los belenes se salvan porque (algunos) tienen hasta su lado artístico, pero en general un ambiente "festivo" cuya banda sonora son los villancicos (con sus variantes rocieras y salseras) no puede ser sano.
Todo esto no es gratuito, sino que tiene excusa oficial. Se supone que se conmemora el nacimiento del que los cristianos llaman "hijo de Dios", en una batallita rocambolesca, casi autoparódica, pero que todavía hay gente que se traga sin rechistar. Pensándolo fríamente, en el fondo esos son los mejores, los más coherentes, los que pese a todo merecen respeto. Sin embargo, los que no se creen el cuento de la paloma y el pesebre, o se lo creen a medias (ya sabes, "católico no practicante" y otras formas de autoengaño), pero luego ahí están los primeros para seguir el juego cuando les conviene, esa chusma, son los que hacen que el mundo esté tan jodido como está.
¿Pero es que no tiene nada bueno la Navidad? Sí, sí que lo tiene. Los polvorones, mantecados y alfajores. Y el turrón y el guirlache y el mazapán. Y las cenas con pavo o besugo. Hasta las peladillas tienen su público devoto. Seríamos todos mucho más felices si estas delicias se ampliaran a los demás meses (salvo quizás en verano, que a alguien le podría dar un chungo). El auténtico sentido de la Navidad, lo que todos sin excepción disfrutamos, es la posibilidad de zampar como cerdos y sin remordimiento alguno. Nada más que por eso, aun teniendo que aguantar todo lo otro, merece la pena que esta fiesta siga existiendo tal como la conocemos. El sacrificio compensa. ¿O no?